Por Diario UNO el octubre 26, 2014
Escribe Cesar Lévano
La redada de los izquierdistas parecía una venganza de la dictadura por el pánico que le habíamos causado con el paro de julio de 1977.
La madrugada del viernes 5 de mayo 1978 recibí una visita ingrata: un grupo de agentes de Seguridad del Estado me extrajo de mi casa para llevarme preso. Yo estaba gravemente enfermo. Padecía de un doloroso cálculo renal. Un grupo de jóvenes médicos del PC me habían llevado, un día antes, radiografías del caso y hasta habían alquilado en una clínica de la avenida Alfonso Ugarte una sala de operaciones para intervenirme el lunes 8. Eso aduje a mis captores. No me hicieron caso.
Fui conducido a San Quintín, centro de reclusión en la Prefectura. Allí me encontré con una suerte de selección nacional de la izquierda peruana. Entre esos presos recuerdo a Carlos Malpica, Javier Diez Canseco, Ricardo Letts, Hugo Blanco, Ricardo Napurí, Genaro Ledesma. Había, asimismo, varios dirigentes de la Federación de Empleados Bancarios y de otros organismos sindicales.
La redada parecía una venganza de la dictadura del general Francisco Morales Bermúdez por el pánico que le habíamos causado con el paro de julio de 1977, el más amplio y enérgico de los paros de nuestra historia.
Era yo el más dolorido de los presos. El dolor y la incontinencia urinaria me torturaban. En vista de esto, mis compañeros de prisión exigieron que se me llevara a un hospital. Anunciaron al director de Seguridad el Estado que, si no se accedía al pedido, iniciarían el lunes 8 una huelga de hambre y de sed.
Ese lunes, a la caída de la tarde, una ambulancia me condujo al Hospital de la Policía. Uno de los agentes instalados en el vehículo me dijo al partir: “Se ha salvado usted. Un grupo de presos van a ser embarcados a Jujuy, Argentina. Usted estaba en la lista”.
Estoy convencido de que el destino del grupo prisionero era la muerte por asesinato. ¿Por qué, si no, lo enviaban a la Argentina, donde la dictadura fascista del general Videla había anulado el Congreso, prohibido sindicatos y partidos y mataba a diestra y siniestra a peronistas e izquierdistas?
¿Por qué a ese país, donde ninguno de los presos había cometido delito o falta algunos?
Por lo que a mí respecta, haberme salvado del viaje equivalió a prolongarme la vida. Es evidente que los gorilas de Videla no se iban a preocupar de mi mal. Me hubieran dejado agonizar y morir.
Un escribidor, especializado en insultar, mentir y odiar, escribió hace algún tiempo, cuando fungía de director de Correo, que “viejos bolcheviques” le confidenciaron que yo había fingido estar enfermo para salvarme. O sea que yo era vidente, y los cirujanos del Hospital de Policía que me operaron, unos tontos. Sobre esos días de enfermo incomunicado han escrito Gregorio Martínez y Juan Gargurevich.
Años después, mi hipótesis sobre el propósito homicida fue indirectamente confirmada. Ricardo Napurí, quien reside hace décadas en Argentina, había entablado en Buenos Aires un juicio que colocaba a los dictadores del Plan Cóndor (incluido Morales Bermúdez) en el banquillo. Por esta razón fui citado por la justicia argentina para rendir mi testimonio. La jueza del caso me recibió en la embajada de Argentina en Lima. Allí me di con una gran sorpresa.
La magistrada me permitió revisar el grueso expediente del caso. De pronto hallé un recorte periodístico que daba cuenta de la llegada a Jujuy del vuelo de los presos peruanos. Un acucioso periodista de un diario de Jujuy, relataba cómo, sorprendido por la llegada al aeropuerto local de un avión de la Fuerza Aérea Peruana, hecho insólito, averiguó en la administración y le dijeron que habían llegado presos peruanos. Descubrió, además, los nombres de los prisioneros. Los publicó la mañana siguiente.
Creo que esa revelación libró de la muerte a los 13 presos (incluidos dos almirantes velasquistas y un periodista derechista). La junta castrense instalada en Buenos Aires estaba asociada en el Plan Cóndor con Augusto Pinochet. La especialidad de la Casa (Rosada) era torturar, matar y hacer desaparecer.
Lo ocurrido con los trece peruanos que llegaron, esposados, a Jujuy, indica que el régimen del Perú coordinaba y coincidía con las dictaduras instaladas por Washington en Santiago de Chile y Buenos Aires.