Tomado del libro Desencanto y Utopía (2007, p. 78-84)
Este capítulo sintetiza mi presentación en un evento sobre educación popular promovido por el Movimiento Barrios de Pie enjulio de 2004 y realizado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.
Quiero comenzar agradeciendo a Barrios de Pie por la oportunidad de participar en este importante evento. La alegría de estar aquí es doble. Por un lado, este encuentro reúne educadores y educadoras populares, militantes y activistas sociales, compañeras y compañeros de todo el país y de América Latina preocupados por la construcción de una educación democrática y liberadora. Se trata de un evento político de gran significado para la construcción de una Argentina donde la injusticia y la opresión sean, de una vez por todas, resquicios de un pasado que nunca volverá a repetirse. Por otro lado, me hace muy feliz que estemos reunidos en una universidad pública y, particularmente, en la Facultad de Filosofía y Letra de la UBAs, donde fui alumno y donde trabajé como docente durante algunos años. El Che decía: “que la Universidad se pinte de campesino, de negro, de indio, de trabajador”. Ustedes, hoy, están realizando el sueño de muchos de los que luchamos por ampliar el carácter público de nuestras universidades latinoamericanas. Que Filo se pinte pues de piquetera, contribuyendo así a que nuestras instituciones de educación universitaria se transformen en un espacio de lucha y de reflexión, de compromiso y de trabajo activo junto a los compañeros y las compañeras que están en los movimientos sociales, construyendo una alternativa popular en cada de uno de nuestros países latinoamericanos.
Voy a tratar de presentar aquí algunas sintéticas conclusiones que se derivan del trabajo que, en el Laboratorio de Políticas Públicas, de la Universidad del Estado de Río de Janeiro, desarrollamos junto con algunos movimientos sociales que actúan en el campo de la educación popular. En este trabajo, entre otras cosas, tratamos de rescatar algunos principios que se derivan de la larga experiencia de lucha y compromiso de algunas organizaciones que desarrollan proyectos en esta área. Laura González Velasco presentaba hace algunos minutos las líneas generales de acción del Movimiento Barrios de Pie, las cuales están claramente en sintonía con algunas de las cuestiones que pretendo presentar aquí. Principios y líneas de acción que se articulan y enriquecen con la experiencia que otros movimientos sociales desarrollan en Brasil, como el Movimiento de Trabajadores Rurales Sin Tierra y la Central Única de Trabajadores, ambos con una riquísima experiencia educativa.
Quiero destacar, en primer lugar, que estos movimientos ponen de relieve que la posibilidad de construir un proyecto educativo alternativo está directamente vinculada a la lucha por la construcción de un proyecto social alternativo. Era exactamente eso lo que pretendía decirnos Paulo Freire cuando, en su última entrevista, afirmaba que la educación por sí misma no libera, aunque sin educación liberadora no hay posibilidad alguna de construcción de una alternativa popular al modelo hegemónico. La lucha por un mundo más justo y la lucha por una nueva educación son parte de una misma praxis transformadora. Creo que el Movimiento Barrios de Pie hace un trabajo excelente al invitarnos a reflexionar sobre esta lucha para, de ella, sacar enseñanzas que alimenten el trabajo, la militancia, la acción en el campo especifico de la educación popular; y, al mismo tiempo, ayudarnos a pensar los sentidos de un proyecto de transformación. Proyecto que se piensa en la medida en que se va construyendo, en la lucha, en la reivindicación, en la movilización social. La movilización política transformadora es siempre una “pedagogía de la esperanza”. La movilización política transformadora educa a los educadores y educadoras populares, haciendo de ellos sujetos activos de un proceso pedagógico más amplio y abarcador. Las luchas sociales educan y, al hacerlo, se fortalecen con la praxis transformadora de los educadores y las educadoras populares.
Una segunda cuestión de gran importancia se deriva de la acción educativa que desarrollan hoy los movimientos sociales liberadores: la educación popular es una herramienta fundamental para la construcción de sociedades donde la igualdad no se reduzca a una mera formalidad jurídica o una referencia vacía que decora nuestras casi nunca respetadas constituciones. En efecto, “igualdad” significa condiciones y oportunidades reales para la construcción de derechos ciudadanos efectivos.
Afirmar que un derecho debe ser “efectivo” puede ser, de cierta forma, un contrasentido o una redundancia. Si los derechos no son “efectivos” no existen ni existirán como tales. Sin embargo, debemos realizar esta adjetivación, ya que el discurso hegemónico se ha impregnado a tal punto de referencias supuestamente igualitarias, que la lucha por los derechos parece ser hoy, engañosamente, interés de todos.
Actualmente, por ejemplo, buena parte de nuestros gobiernos, en sintonía con las tecnocracias de los organismos financieros internacionales, establece una correlación directa entre los índices de escolarización y el derecho a la educación. En Brasil, por citar sólo un ejemplo, se pretende oficializar que 95% de las niñas y niños en edad escolar están matriculados en un establecimiento educativo, afirmando que este dato constituye una elocuente evidencia de la ampliación del derecho a la educación de los más pobres, justamente en el marco de una rigurosa política de ajuste neoliberal como la aplicada en los últimos anos. Aun cuando debemos festejar el aumento en las posibilidades de acceso a la escuela de los más pobres (fundamentalmente, porque ha sido posible gracias a las luchas por la democratización de la educación llevadas a cabo por estos sectores), resulta evidente que dicha conquista está lejos de resultar en una efectiva igualdad en la distribución de los bienes educativos en sociedades tan desiguales y segmentadas como las nuestras. Se trata, en rigor, de una igualdad limitada, cínica o, si prefieren, meramente formal. A pesar de los significativos índices de escolarización, en América Latina, el derecho a la educación continua actualmente siendo negado, como históricamente lo fue, a los sectores populares. En algún trabajo anterior, hemos definido éste como un proceso de inclusión excluyente. Ayer, la exclusión era una barrera que se ponía en la puerta de la escuela, impidiendo la entrada de los más pobres. Hoy, la exclusión está dentro de la escuela. Las oportunidades de acceso a la escuela no evitan, por si mismas, que a los niños y niñas más pobres les sea reservada una escolaridad también pobre.
“Estar” en la escuela es una condición necesaria para tener derecho a la educación, aunque no suficiente. Una realidad de escuelas pobres para los pobres y ricas para los ricos, aunque mejora los índices de escolaridad, está lejos de representar una conquista en materia de universalización del derecho democrático a la educación.
La anterior constituye una cuestión importante. En efecto, América Latina es la región más injusta del planeta. En ella, la diferencia entre ricos y pobres se multiplica y amplia, creando un abismo cuya profundidad parece ser hoy insalvable para gran parte de la población. Ha sido en este marco de aumento de la pobreza y la exclusión donde, en apariencia, se “igualaron” las oportunidades educativas de los latinoamericanos y las latinoamericanas.
La experiencia de lucha y el trabajo educativo de los movimientos sociales liberadores, nos alerta que construir una educación igualitaria significa mucho más que garantizar el acceso a la escuela. También, que la política educativa democrática es mucho más que el asistencialismo escolar. En este sentido, la experiencia de los movimientos de educación popular nos demuestra que la pedagogía de la esperanza se construye con un trabajo solidario que permite ir mucho más allá del mero trabajo caritativo que hoy caracteriza a buena parte de las políticas sociales que se desarrollan en nuestros países. Hace unos minutos, Berta Rosenvorzel, esta gran educadora latinoamericana que nos acompaña en nuestro encuentro, mencionaba un ejemplo muy claro acerca del significado de la solidaridad, una solidaridad que hoy parece un poco lejana: las brigadas internacionales que se desplazaban por todo nuestro territorio, inclusive en otros continentes, para participar de procesos revolucionarios. Lo que estos movimientos nos revelan, es que la solidaridad no tiene nada que ver con esta caridad asistencialista que ha definido el rumbo de las políticas públicas sociales en nuestros países durante los últimos anos. La “solidaridad” es compromiso y lucha para la construcción común de un proyecto emancipatorio. La educación solidaria es la educación que construimos juntos, en la lucha por una nueva sociedad.
La solidaridad a la que nos están convocando los movimientos sociales y populares no tiene nada que ver —decía— con el asistencialismo focalizado de las políticas neoliberales. Por el contrario, tiene que ver con una ética del compromiso político que está asociada al reconocimiento de que los derechos o son comunes e iguales o no son nada. Derechos para pocos no son derechos; derechos para pocos son privilegios. Derechos para todos significa posibilidad efectiva de realización de aquello que es la precondición política para la construcción de la dignidad humana: la igualdad y la libertad. No podemos ser libres si somos desiguales. No podemos ser iguales si la libertad está reservada a aquellos que tienen dinero para comprarla. Como militantes sociales no podemos descansar, no podemos abandonar la lucha, hasta que todos tengamos nuestros derechos plena y totalmente realizados. La negación del derecho a la educación —y no sólo “a la escuela”— a un niño o a una niña de nuestra sociedad, es siempre, de cierta forma, la negación del derecho a la educación a todos los niños y niñas. Mientras que el derecho a la vida continúe siendo un privilegio de aquellos que pueden contratar ejércitos privados para protegerse, lo que está siendo negado, en definitiva, es el derecho a la vida de toda la sociedad. “Solidaridad”, entonces, significa el reconocimiento activo del compromiso de luchar para que cambie nuestra realidad de injusticias y discriminaciones. “Solidaridad” significa acción; y esto nos revela una cuestión que no inventamos los socialistas, sino que es una cuestión que está vinculada a un principio fundamental de cualquier ética democrática: los valores en una sociedad efectivamente justa e igualitaria son prácticas sociales y no meros discursos. Y es en este sentido que la solidaridad no es apenas un concepto abstracto sobre el que se deleitan los filósofos (o los tecnócratas del Banco Mundial): la solidaridad es una práctica social. Nos hacemos solidarios en la lucha, nos hacemos solidarios en el trabajo militante, nos hacemos solidarios en la medida en que nos comprometemos cotidianamente con los movimientos que luchan para que nuestra sociedad cambie.
Finalmente, me parece que los movimientos sociales y populares en América Latina ponen en evidencia una cuestión que debemos aprender y reconocer. Una cuestión que en este encuentro estamos poniendo en ejercicio: hacer educación popular significa reunirse, y reunirse es la precondición para celebrar, para encontrar sentidos a un trabajo común, para festejar. Uno podría decir: pero en este contexto de guerra y barbarie neoliberal, ¿cómo podemos festejar? La celebración a la que nos invitan los movimientos sociales y populares se fundamenta en el reconocimiento de que la pedagogía libradora constituye un espacio en sí mismo de producción y creación de esperanza. Muchas veces uno piensa que la esperanza es una “cosa” que va a conquistar al final de un camino. En realidad, lo que estos movimientos nos recuerdan es que la esperanza se va construyendo en el camino, durante la marcha. La esperanza no es un bien que se obtiene; es una utopia viable que se construye colectivamente. Y por eso celebramos: porque podemos y queremos estar juntos, porque podemos construir la esperanza. Debemos festejar que, aunque no seamos todos los que deberíamos ser, la posibilidad de estar juntos nos permite hoy construir un proyecto alternativo y popular. Con seguridad, los grandes movimientos revolucionarios de nuestro continente no hubieran comenzado si los revolucionarios hubieran pensado que la revolución se construía solamente al final del camino. La revolución se construye cotidiana y sistemáticamente. La esperanza es también la revolución, y debemos festejarla en la medida en que podemos encontrarnos, en que podemos reunirnos para poder pensar otra educación y para poder pensar otra sociedad, como lo estamos haciendo en este encuentro. El rito de la celebración —que, en el Movimiento de los Sin Tierra, parece muy claro con las místicas, los cantos y el encuentro— es una gran lección que nos dejan los movimientos sociales y populares a quienes somos de izquierda. Porque, a decir verdad, la izquierda ha sido y continúa siendo hoy, en nuestra América Latina, profundamente triste, depresiva y melancólica. Lo que nos ensenan estos movimientos es que hay que llorar, pero también que hay que aprender a reírse, hay que aprender a cantar. Y aunque a nosotros, militantes preocupados con asuntos siempre importantes, no nos salga muy bien la danza, hay que también animarse a bailar para poder hacer la revolución.
Para terminar, quería contarles una historia que tuve la suerte de escuchar de don Pablo González Casanova, uno de los grandes intelectuales de América Latina. Gran compañero del Movimiento Zapatista, Don Pablo fue una vez invitado a mantener un diálogo con el Subcomandante Marcos. Ustedes pueden imaginarse que poder llegar donde está el Subcomandante no es un asunto fácil. Para hacerlo, es fundamental seguir un conjunto de medidas de seguridad muy rigurosas. Don Pablo fue instruido sobre cómo sería todo el camino hasta llegar a Marcos. A las nueve de la mañana se internaron en la selva chiapaneca. Don Pablo y otros tres compañeros iban caminando y, en diferentes lugares, que para Don Pablo eran siempre el mismo, cambiaban de acompañantes. En realidad, nadie sabía el camino final, cada uno de sus acompañantes sabía un pedazo del trayecto. Anochecía y comenzó a llover, algo que ocurre con frecuencia en la selva chiapaneca. Don Pablo comenzó a pensar: “qué hago yo aquí, a mi edad, caminando por el medio de la selva para ver al Subcomandante; dónde estará finalmente Marcos —pensaba— que no acaba de aparecer; y estos árboles que son siempre los mismos árboles; y esta lluvia que no hace sino meternos cada vez más adentro de este barro que nos impide caminar, de estas hojas y esta humedad que se nos meten entre la ropa, entre los huesos; qué hago yo —pensaba— en medio de esta selva insoportable”. Don Pablo se maldecía por estar allí. En un momento, ya de noche, sorpresivamente, pararon. Los acompañantes lo dejaron solo. Don Pablo comenzó a sentir que sus piernas se hundían en el barro. De repente, descubrió que de eso se trataba. El Movimiento Zapatista le había tendido una “trampa”. Se dio cuenta que querían educarlo. Cerró los ojos y sintió que miles de manos lo agarraban, manos de barro, manos de indios, manos campesinas, manos obreras. Emocionado, Don Pablo se sintió, en la soledad de la selva, un minúsculo intelectual; un ignorante. Y aunque el Subcomandante nunca apareció, Don Pablo descubrió que su discurso había comenzado. En la soledad de la selva chiapaneca, aprendió la lección. La esperanza se construye cuando estamos dispuestos a ponernos de pie, a entrar en esa o en cualquier otra “selva”, cuando no tememos miedo a hundirnos en el barro, cuando descubrimos que para transformar la realidad debemos también transformarnos a nosotros mismos. Este, es el desafío de la educación popular.