Vivimos tiempos de exclusión y de guerra. Tiempos donde la violencia y la segregación se apoderan de la vida de millones de personas. Vivimos en un mundo, donde el propio mundo parece ser un privilegio de aquellos que pueden pagar (y caro) por el espacio que ocupan en él. Vivimos tiempos de desencanto y desilusión. Tiempos sin espacio para la esperanza. Tiempos donde hablar de lo posible acabó tornándose una excusa para olvidar lo imposible. Tiempos “posibles”; o sea, tiempos sin posibilidades para que lo imposible alimente sueños, inspire luchas, construya proyectos, edifique utopías.
En esta era de soledad, la escuela vive una rara paradoja. De ella no se espera nada y de ella se espera todo. La escuela, dicen los exegetas de la desolación, atraviesa una crisis sin precedentes, incapacitada, como ella está, de responder a los desafíos que los nuevos tiempos le imponen. En una “sociedad del conocimiento” —dicen—la escuela pierde calidad, dinamismo, flexibilidad, dejando la formación de las nuevas generaciones en las manos de los medios de comunicación, de las redes virtuales y de toda una parafernalia tecnológica que, en apariencia, regula la vida de los individuos en el presente y la regulará aún más en el futuro.
Pero, por otro lado, a la escuela le son atribuidas buena parte de las penurias que viven hoy ricos y pobres, incluidos y excluidos, integrados y segregados. Si hay desempleo es porque la escuela no forma para las demandas del mercado de trabajo (los ricos se perjudican porque no pueden “producir”, los pobres porque limitan sus posibilidades de acceso a la riqueza acumulada). Si hay violencia es porque la escuela no transmite los valores de la paz y de la convivencia equilibrada entre los seres humanos (los ricos deben recluirse militarmente en guetos de lujo, mientras los pobres están confinados en las grandes periferias urbanas, donde la miseria y la violencia cobran diariamente la vida de decenas de personas, gran parte de ellas, jóvenes y niños). Si el tráfico de drogas no para de aumentar, si hay desunión familiar, si hay falta de solidaridad, si hay individualismo, si hay pulverización de los vínculos humanos... es porque la escuela ha fracasado en su función social de educar.
Rara paradoja que, por un lado, anuncia la inviabilidad de la escuela, su impotencia y futilidad, y, por otro, atribuye a ella todos los males que la sociedad sufre, así como toda la responsabilidad para que deje de sufrirlos. Rara paradoja que nos coloca frente a una dramática evidencia: por acción o por omisión, la escuela lejos está de ser lo que se espera de ella. Rara paradoja que conduce, por dos vías, a un mismo destino. Un destino donde el desencanto y la escuela funden y confunden sus fronteras.
Pero, ¿sobre qué bases enfrentar estos perversos y trágicamente poderosos argumentos? Una respuesta inicial seria tratar de deconstruir los fundamentos sobre los que se estructura y cobra coherencia el pesimismo que gobierna nuestras vidas y se apodera de la escuela. En ese sentido, podríamos demostrar que, más allá de los discursos que anuncian que la escuela está condenada a desaparecer, todo indica que las sociedades no parecen estar hoy muy convencidas de las virtudes de un providencial proceso de desescolarización que transfiera a los chips y a las antenas parabólicas la responsabilidad social de educar a las nuevas generaciones. Si eso sucederá o no en el futuro es mero ejercicio de especulación. En el presente, parecería ser que la confianza o la mera resignación sobre la importancia de la escuela están lejos de disminuir. Que existe una crisis educativa y que las nuevas tecnologías digitales desempeñan y desempeñarán un papel central en la formación humana, no cabe ninguna duda. Pero que esto significa o significará en el corto plazo que la escuela está condenada a desaparecer o que será sustituida por computadoras o redes virtuales, parece una conclusión, como mínimo, precipitada.
Por otro lado, y contra los argumentos que acaban atribuyendo a la escuela la causa de todas las penurias que estamos sufriendo, podemos observar que, buena parte de los problemas enunciados (desempleo, violencia, tráfico de drogas, individualismo, crisis de la familia, falta de solidaridad, etc.), son producidos en un amplio conjunto de instituciones y relaciones sociales que exceden e invaden el espacio escolar. La escuela puede contribuir profundizando o disminuyendo esos flagelos, es verdad. Sin embargo, como ellos no nacen ni necesariamente se reproducen dentro del ámbito escolar, difícilmente la escuela, de forma redentora y prometeica, podrá eliminarlos. En este sentido, no resulta paradójico que los discursos que consideran que en la educación está el origen de todos nuestros males, lejos de atribuir un poder magnánimo a las instituciones educativas, acaban desvalorizando (por un efecto de sobrevalorización) y desjerarquizando (por un efecto de sobrejerarquización) las posibilidades y potencialidades efectivas de la práctica pedagógica. La más cínica forma de confirmar el fracaso de una institución es exigir que ella haga aquello que no debe o no puede hacer.
Ambas respuestas, aunque nos ayudan a huir del callejón sin salida donde conducen esas interpretaciones deterministas, no necesariamente permiten construir las razones que pueden sustentar nuestro reencantamiento con la escuela y con las prácticas educativas. Siendo así, creo que una pedagogía de la esperanza en tiempos de desencanto debe edificarse a partir de los desafíos que educadores y educadoras precisan asumir y, de hecho, muchos de ellos asumen, en la cotidianeidad del trabajo escolar. Mencionaré aquí algunos de ellos.
La pedagogía de la esperanza es, por definición, una pedagogía de la igualdad y por la igualdad
La igualdad que la pedagogía de la esperanza pretende construir no puede ser una igualdad meramente formal o que se reconozca, simplemente, en los principios jurídicos que la establecen (“somos todos iguales ante la ley”, “todos tenemos igual derecho a la educación”). Sin desconsiderar la importancia que, en una sociedad democrática, posee la igualdad formal, la pedagogía de la esperanza pretende ir más allá de ella, construyendo valores, sentidos y derechos donde la igualdad se estructure como práctica efectiva en la vida cotidiana de nuestras comunidades.
El problema reside en cómo construir prácticas igualitarias en sociedades profundamente desiguales. Vivimos en un país donde se multiplican las más brutales formas de exclusión. Un país situado en la región más injusta del planeta. Una región que hoy posee el mayor número de pobres de toda su dramática y colonial historia. Más de 210 millones de pobres viven (o mejor, sobreviven) en América Latina. En otras palabras, hoy, la mitad de la población latinoamericana es pobre. Peor aún: la mitad de los latinoamericanos por debajo de la línea de pobreza son niños, niñas o jóvenes con menos de 20 años. Una región con más de 40 millones de analfabetos absolutos, donde los índices de vulnerabilidad social tienden a profundizarse de forma inversamente proporcional a la riqueza y al poder acumulado por élites más preocupadas con el maquillaje electoral de la desigualdad que con el combate efectivo a las causas que la producen. Expresión del abismo que separa a ricos de pobres es la polarizada distribución del ingreso que históricamente caracterizó el desarrollo latinoamericano. Un abismo que no dejó de deteriorarse después de 20 años de políticas de ajuste neoliberal.
Brasil es una marca emblemática de esta brutal realidad: 50 millones de brasileros y brasileras se encuentran por debajo de la línea de indigencia; o sea, poseen un ingreso inferior a US$ 30 por mes. Un tercio de la población brasilera vive en condiciones de pobreza extrema, aunque estas estadísticas suelen hacer muy difusa la enorme disparidad regional que caracteriza la distribución de la miseria en el país. En Alagoas, por ejemplo, 56,84% de la población se encuentra por debajo de la línea de indigencia; en Piaui, 61,26%, y, en Maranhão, tierra de conocidos “milagros modernizadores”, 62,37%. Datos que se agregan a la larga lista de indicadores que revelan la intensidad de la pobreza sufrida por gran parte de la población. Una población discriminada racial, étnica, sexual, regionalmente. Los pobres brasileros son más pobres si son negros, indios, mujeres o nordestinos, en una combinación aterradora de factores que sumergen a millares de seres humanos en prácticas segregacionistas.
La pedagogía de la esperanza nace y se refuerza en la indignación que produce nuestra historia de exclusiones y la realidad política que la profundiza. Por eso, la pedagogía de la esperanza festeja el hecho de que hoy buena parte de los niños y niñas brasileros están en la escuela, que los años de escolaridad aumentaron en los sectores más pobres y que el número de analfabetos tendió a disminuir en los últimos anos. Pero, no se conforma con esto. Garantizar el acceso a la escuela de los más pobres y, al mismo tiempo, precarizar las condiciones de vida de las grandes mayorías, acaba convirtiendo el derecho a la educación en una promesa de difícil realización.
En buena parte de América Latina, y en las regiones más pobres de Brasil, los niños y sus familias reconocen que el principal valor de la escuela reside en que allí se puede comer la única comida diaria. Escuelas transformadas en comedores populares desempeñan, no hay duda, una importante función social en comunidades donde el flagelo del hambre consume la vida y la dignidad de millones de seres humanos. Sin embargo, aunque heroica, no podemos sino indignarnos ante una realidad que reduce la función social de las instituciones educativas a la compensación de un déficit humanitario que tiende a profundizarse por la implementación de políticas de discriminación y de abandono.
Por eso, la pedagogía de la esperanza, lejos de aceptar y conformarse con una política de lo posible (“es mejor esto que nada”), pretende ir más allá, profundizando nuestra indignación, nuestro inconformismo y nuestra repulsión contra la pedagogía de la exclusión que aleja el derecho a la escuela del derecho a la igualdad y a la dignidad.
La pedagogía de la esperanza se sustenta en los principios de una ética solidaria y militante
Desde la Revolución Francesa, el sentido de la “solidaridad” siempre fue objeto de intenso debate entre aquellos que consideraban las prácticas solidarias compatibles con el orden burgués y aquellos que, básicamente inspirados por el ideario socialista, las consideraban antagónicas con los principios individualistas que el liberalismo preconiza. En el siglo XX, a medida que la realidad económica y social de las sociedades capitalistas se alejaba de la filosofía liberal que le había proveído buena parte de su legitimidad doctrinaria, la “solidaridad” fue alejándose de los discursos hegemónicos, siendo confinada a un tipo de pensamiento y de práctica social que creía en la posibilidad de combinar igualdad y libertad, principios éstos cada vez más lejanos al rumbo asumido por las sociedades de mercado (Bellamy, 1994). La socialdemocracia, por un lado, y los socialistas y libertarios del más diverso origen, por otro, fueron reconociéndose como los legítimos propietarios del solidarizo, frente al abandono al cual éste había sido sometido por parte de sus antiguos defensores.
Al mismo tiempo, en la segunda mitad del siglo XX, un tipo de pensamiento liberal, de naturaleza mucho más radical y agresivamente conservador, que después sería denominado “neoliberalismo”, declaró la guerra al concepto, considerando que él resumía buena parte de las trampas “socializantes” que conducirían nuestras sociedades a la falencia económica y, consecuentemente, a una irremediable crisis política y social. “Solidaridad”, para ellos, pasó a ser vista como el eufemismo de un espíritu falsamente igualitario que acaba con el esfuerzo individual y la búsqueda de ganancias que, desde esta perspectiva, moviliza y permite el desarrollo de las sociedades capitalistas avanzadas.
Hacia fines del siglo XX, la “solidaridad” reaparecerá como alternativa ética a las condiciones de pobreza y exclusión sufridas por buena parte de la población. Así, la solidaridad volverá a ocupar el centro de los discursos políticos, pero, esta vez, no para condenar las dramáticas condiciones de vida creadas y producidas en las sociedades de clases, sino para atenuar o disminuir las aparentemente inevitables consecuencias del desarrollo y de la modernización económica. Paradojalmente, la solidaridad ha pasado a ser hoy compatible con la idea de que en la sociedad no hay espacio para todos y, en tal sentido, los que sufren menos deben ayudar a disminuir el martirio vivido por los que, sin alternativas, acaban sufriendo más.
Si, en su origen moderno, la solidaridad se fundamentaba doctrinariamente en un imperativo ético asociado a una práctica social que cuestionaba las condiciones generadoras de injusticias y desigualdades propias de toda concentración monopólica del poder, en los nuevos tiempos que corren, ella es reducida a una práctica individual, corporativa o empresarial, compatible con regímenes que no sólo producen desigualdades e injusticias, sino que, fundamentalmente, tienden a aumentarlas. De tal forma, no debe sorprender que gobiernos cuyas políticas profundizan las condiciones de miseria y marginalidad vividas por buena parte de la población, desarrollen, apoyen y promuevan prácticas “solidarias”, enarbolen las banderas de la “responsabilidad social” y consagren los beneficios producidos por un nuevo tipo de altruismo que reconoce que “hacer algo por el prójimo” vale la pena.
La pedagogía de la esperanza debe fundarse en prácticas solidarias y acciones militantes que reconozcan que el propio sentido de la solidaridad es hoy objeto de disputa. De tal forma, la solidaridad que fundamenta nuestra esperanza radical se sustenta en el carácter liberador de la educación, principio que no tiene nada que ver con el desarrollo de acciones de caridad pobre para los más pobres. Se trata, por el contrario, de reconocer el imperativo ético de luchar contra las injusticias que produce y reproduce un sistema excluyente y discriminador. De reconocer el valor no mercantilizable de la dignidad y de la igualdad humana. De pensar la solidaridad como compromiso de lucha por una sociedad más justa, de una lucha que no es “para” los excluidos, sino “con” los excluidos (Gentili & Alencar, 2001).
No hay esperanza alguna en confiar que el futuro de una sociedad justa depende del espíritu solidario, generoso y altruista de los ricos hacia los pobres. Solidaridad es, en una pedagogía emancipatoria, sinónimo de compromiso social y de lucha por la transformación radical de las prácticas que históricamente condenan a la miseria y a la exclusión a millares de seres humanos. La solidaridad efectiva no combina con el asistencialismo focalizado de políticas estatales privatizantes que desjerarquizan, degradan, pulverizan la dignidad de los que sufren las consecuencias de un régimen basado en la explotación y en la miseria.
La pedagogía de la esperanza sólo se construye cuando la “calidad” escolar no se reduce a criterios de productividad académica, sino que se afirma en la ampliación del derecho social a la educación y en la lucha contra el monopolio del conocimiento.
Al igual que la “solidaridad”, la “calidad”, antigua bandera de lucha de los sectores progresistas que denunciaban que el derecho a la educación no podía agotarse en el acceso a la escuela, acabó banalizándose, en el marco de políticas neoliberales que la reducen a un mero criterio productivista de medición de aprendizajes. Así, fundamentalmente a partir de la década de los noventa, la calidad de la educación terminó restringida a la implementación de una serie de estrategias de evaluación orientadas a cuantificar la productividad escolar en los diferentes niveles del sistema, promoviendo rankings institucionales que permiten, en apariencia, mapear la jerarquía de las escuelas en virtud de los resultados de las pruebas aplicadas a la población estudiantil. “Calidad” y “medición” de los aprendizajes se convirtieron en sinónimos indiferenciados, en el contexto de una política educativa sumergida en la vorágine tecnocrática dictada por los organismos internacionales.
En menos de 10 años, países como Argentina (con el SINEC), Bolivia (con el SIMECAL), Chile (con el SIMCE), Colombia (con el SABER), Costa Rica (con el CENE-EDU), Ecuador (con el APRENDO), El Salvador (con el SABE), Guatemala (con el SIMELA), Honduras (con el UMCE), México (con el SNEE), Nicaragua (mediante las acciones de la Dirección de Evaluación), Panamá (con el SINECE), Paraguay (con el SNEPE), Perú (con el CRECER), República Dominicana (con el Sistema de Pruebas Nacionales), Uruguay (con el UMRE) y Venezuela (con el SINEA), aplicaron pruebas estandarizadas en las áreas de Lengua y Matemática y, algunos de ellos, en otros campos disciplinares como Ciencias Naturales y Sociales, destinadas a medir los aprendizajes de los alumnos y alumnas de enseñanza básica. Brasil, claro, no fue una excepción, desarrollando, a partir de 1990, el SAEB y, en los otros niveles del sistema, el ENEM y el Provao (Comisión Internacional sobre Educación, Equidad y Competitividad Económica en América Latina, 2001).
La euforia rankeadora llevó a que muchos países, sin el éxito esperado, participaran de pruebas internacionales, mostrando que, en materia de “calidad” de los aprendizajes, las naciones latinoamericanas, con excepción de Cuba, están muy lejos de los méritos que los reformadores de turno se auto-atribuyen.
La pedagogía de la esperanza, base de sustentación de una política educativa democrática, no desconsidera la importancia de los aprendizajes escolares ni la pertinencia de su evaluación. Sin embargo, desconfía fuertemente de sistemas de medición que, de forma siempre centralizada y descuidando dimensiones procesuales, reduce la calidad de la educación a pruebas aplicadas a la población estudiantil al concluir un ciclo escolar. Rechaza así la arrogancia gubernamental que lleva a monopolizar la elaboración de dichas pruebas a los gabinetes de los ministerios de educación o a fundaciones privadas que, contratadas por éstos, producen las herramientas de medición y sistematizan sus resultados sin la participación y la fiscalización activa de la comunidad escolar.
Evaluar la “calidad” de la educación es, en este sentido, mucho más que medir indicadores tecnocráticos. Evaluar la calidad debe implicar la consideración de una serie de procesos que incluyen, pero exceden, el resultado obtenido en pruebas puntuales y estandarizadas. Procesos que reconocen las especificidades locales y regionales y que contemplan cuestiones como el grado de democratización efectiva del derecho a la educación, las condiciones de igualdad y equidad del sistema escolar, el compromiso de las instituciones educativas con las demandas y necesidades de la población; en suma, que permiten reconocer los grados de justicia (o de injusticia) mediante los cuales las sociedades avanzan en la lucha contra el monopolio del conocimiento, considerándolo una de las más brutales formas de exclusión y segregación vividas históricamente por los más pobres.
¿Qué tipo de “calidad” puede tener un sistema que discrimina social, política y pedagógicamente a las grandes mayoras? ¿Qué tipo de “calidad” podemos construir en una sociedad donde la desigualdad crece y se multiplica?
La pedagogía de la esperanza no se deja eludir con los artificios tecnocráticos de las actuales reformas neoliberales y reafirma su compromiso con la calidad social de la escuela, donde el día a día de las salas de clase se “mide” también por el grado de democratización efectiva del derecho a la educación y donde la comunidad escolar, fundamentalmente los trabajadores y trabajadoras de la educación, no son culpados por la falta de responsabilidad pública que suele caracterizar aquellos que administran nuestros países o nuestros ministerios de educación.
La pedagogía de la esperanza es, por definición, una pedagogía del ejercicio sustantivo y real de la democracia
Las reformas educativas del neoliberalismo dejan una herencia inexcusable: ellas fueron las más antidemocráticas reformas implementadas fajados de institucionalidad democrática. Medidas provisorias y decretos; transferencia de responsabilidades públicas a entidades privadas; cierre de canales de participación, deliberación y fiscalización por parte de la comunidad; corrupción e irresponsabilidad en el uso de los recursos públicos; arrogancia y desprecio en el tratamiento de las entidades representativas por parte de las jerarquías ministeriales, son algunas de las penosas marcas de reformas que hacen de la democracia una farsa, un pastiche autoritario y opresivo.
La democracia es una cuestión de forma y de contenido. Antidemocrática ha sido una restructuración educativa verticalizante y despótica, donde la soberbia de los equipos ministeriales lejos estuvo de respetar las mínimas condiciones políticas que pueden hacer de la reforma escolar un modelo de intervención social medianamente participativo. Ejemplo de esto son las reformas curriculares, definidas en gabinetes ministeriales cerrados y desconsiderando la participación y la rica experiencia pedagógica acumulada en las prácticas educativas desarrolladas en las escuelas. Cuando son acusados de poco democráticos, los gestores de la reforma neoliberal se defienden afirmando que los nuevos currículos son mejores, más actualizados y dinámicos que los anteriores. Olvidan que, desde hace ya algún tiempo, el despotismo ilustrado condena al fracaso la virtud democrática de cualquier proceso de cambio. Si la democracia es una cuestión de forma y contenido, los sistemas de evaluación, las actuales políticas de formación de profesores, los programas focalizados de alfabetización, la reforma de la enseñanza media y la restructuración universitaria implementados por las administraciones neoliberales son antidemocráticos por partida doble.
La pedagogía de la esperanza se fortalece y amplia con el fortalecimiento y ampliación de la democracia. Una democracia no meramente representativa o delegativa, una democracia formal y débil, de “baja intensidad”, sino una democracia fuerte y sustantiva, una democracia participativa y activa, donde los sujetos sociales no son meros espectadores de la historia, sino sus verdaderos protagonistas.
Por eso, la pedagogía de la esperanza se fortalece con la intervención, la participación y la fiscalización de las comunidades en los asuntos que conciernen a su propia vida, a sus demandas y sueños, a sus ilusiones y necesidades. La democracia reducida a un banal juego de delegaciones no fortalece el poder popular, base de una sociedad donde la justicia social deja de ser una falsa promesa electoral. Contrariamente, la democracia sustantiva gana fuerza y se multiplica cuando las mayorías ganan espacio, su voz es reconocida como una voz legitima, sus demandas esenciales como obligaciones públicas. Es esa democracia fuerte y efectiva, la democracia de la esperanza y no de la frustración, la democracia que la pedagogía crítica aprende y enseña a amar, a construir y a defender.
La pedagogía de la esperanza es una pedagogía donde lo imposible se construye, utópicamente, con un ojo en el presente y otro en el futuro “Hablemos de lo imposible, porque de lo posible ya sabemos demasiado”, nos dice Silvio Rodríguez en unos versos que sintetizan mejor que cualquier discurso académico el horizonte de una práctica educativa emancipadora.
Es de lo imposible que se nutre la pedagogía de la esperanza. De un imposible viable, de un imposible que, como meta, horizonte, como estrella guía, ilumina nuestra lucha y alimenta el optimismo de nuestra voluntad para no desistir, para no caer en el conformismo edulcorado que nos imponen los nuevos señores del mundo. Es de lo imposible que se nutre la política, construyendo utopías de igualdad y justicia, de libertad y de solidaridad efectiva. Igualdad, justicia, libertad y solidaridad que se construyen en las luchas de hoy y se fortalecen en las luchas de mañana.
Una breve historia sintetiza lo que considero que es la clave de la pedagogía de la esperanza...
Adriana tenía cuatro años y vivía en una gran ciudad, lejos del mar. Su sueño era conocer la playa, mojar sus pies en la espuma del mar. Un día, su padre, Antonio, decidió llevarla a conocer las olas. Viajaron algunas horas j, hacia el final de la tarde, llegaron a la playa. Adriana se estremeció con la inmensidad del mar. El color de la arena, el brillo del sol, el olor del mar llenaban el corazón de la ninfa, que comenzó a hacer preguntas, muchas preguntas, a un Antonio perplejo frente a su incapacidad de satisfacer la curiosidad de su hija. ¿Dónde nace el mar, papi? ¿Quién inventó la espuma de las olas? ¿Podemos llegar al horizonte? ¿Por qué no vivimos a la orilla del mar?
Mientras Antonio se entreveraba intentando responder a las preguntas de su hija, Adriana comenzó a juntar caracoles en un pequeño balde.
Anocheció. El cielo se iluminó con una luna inmensa, brillante. Una luna de esas que sólo aparecen en la orilla del mar. Adriana, inesperadamente, comenzó a saltar. Antonio pregunto: “hija, ¿por qué saltas?” La niña respondió: “estoy queriendo agarrar la luna para iluminar los caracoles”.
‘‘La historia de Adriana nos ayuda a pensar el enorme desafío que tenemos por delante. La pedagogía critica, para ampliar y fortalecer su esperanza en un mundo más justo, más humano y solidario, debe, como Adriana, tratar de alcanzar la luna para iluminar los caracoles. Para esto, precisamos aprender la lección que aprendió Antonio aquella noche milagrosa. Mañana, cada uno de nosotros, volverá a la escuela donde trabaja, a la universidad, al sindicato, a su iglesia o al movimiento donde milita. La lección que aprendió Antonio nos fortalece. Aquella noche, Antonio no trato de explicarle a su hija que era imposible alcanzar la luna para iluminar los caracoles. Aquella noche, el también comenzó a saltar...
Bibliografía
• Bellamy, R. Liberalismo e sociedade moderna. São Paulo, Unesp, 1994.
• Cepal. Panorama Social de América Latina 1999- 2000, Santiago de Chile, 2000. Comisión Internacional sobre Educación, Equidad y Competitividad Económica en América Latina. Quedándonos atrás. Un informe sobre el progreso educativo en
• América Latina. PREAL/Inter-American Dialogue/ CINDE, Santiago de Chile, 2001.
• Gentili, P. & C. Alencar. Educar na esperanca em tempos de desencanto, Vozes, Petropolis, 2001.